lunes, 30 de junio de 2014

La visita de doña Pura

¡Qué pocas ganas tenía de aguantar a la vieja!.  A su hija Consuelo hacía días que se le había metido en la testa preparar aquella merienda porque Madre, le decía, usted tiene que relacionarse con la gente de su edad, tener amigas, salir a dar paseos...  Pero a Cayetana no le apetecía nadita, nadita, nadita.  Esa tal Señora Doña Pura estaba cargada de años, por lo menos unos ochenta.  Madre, no le llame vieja.  ¿No ve que usted es casi una década más grande que ella?.  ¡Bah!.  Nada tenía que eso.  La Señora Doña Pura tenía muchísimas arrugas en la cara.  Tantas que no se le veían los ojos.  ¿Y la nariz?.  Parecía más bien un grano grande en un semblante de valles y montañas que habían ido criando los años.

Cayetana miraba por la ventana.  Aún faltaba una hora para ponerse el sol.  Estaba cada vez más enojada.  Ding-Dong Ding-Dong.  ¡Oh, no, ya estaba allí!.  Entró al recibidor vestida con un traje de chaqueta de color gris y unos zapatos negros de cordones con unos pocos centímetros de tacón grueso.  ¿A dónde se creía que iba? ¿A ver al rey?.  Cada vez que la veía le añadía un nuevo tratamiento a su nombre.  Empezó siendo Pura, después Señora Pura, y desde hacía unos instantes había ascendido a Señora Doña Pura.  La recién llegada saludó a Consuelo con un sonoro mua-muá.  ¡Qué bien que haya venido!.  Mi madre está contentísima  ¿verdad que sí?.  Cayetana prefirió no decir nada, pero no pudo evitar un distante mua-muá.  Se miró en el espejo de la entrada y pensó que tenía que haberse arreglado un poco más.  Su pelo blanco y rebelde estaba tan enmarañado como el de esos pelagatos que cantan tan fuerte y tan mal en las fiestas de los más mozos.   Su bata tenía una gran mancha de café, aunque no se había dado cuenta hasta que su hija le dirigió una mirada llena de chispas.

Consuelo hizo entrar a la visitante en el comedor, donde estaba todo preparado con pastitas, te, manzanilla...  ¡Bah!.  Cosas de viejas.   Y sin más, su hija les informó de que tenía que ir a comprar al PRYCA, que no iba a tardar más que una hora y que no se preocuparan, que hablaran de sus cosas y que se lo pasaran bien.  ¡Encima la dejaba sola con aquel loro, con cara de buena persona.  Esas son las peores!.

Cayetana sabía que no iba a aguantar mucho rato con aquella.  Tenía que inventar algo para hacer que la visita fuera lo más corta posible.  Entonces, una idea recorrió su mente como una ráfaga.  Se frotó las manos y dijo a la Señora Doña Pura que se sentara y que cogiera pastitas.  Le respondió que gracias, pero solo tomaré un poco de té.  Es que tengo una úlcera de estómago y cuando como demasiado me sienta mal.

¿Qué quiere sal? ¿Con las pastas?.  Bueno, bueno.  Hay gustos para todo.  Ahora se la traigo.  Y Cayetana se levantó ante la mirada vizca de la Doña Purísima.  La anciana se iba riendo por el pasillo.  Después de todo, iba a divertirse.  Volvió de la cocina con un salero y oyó que la Pura aquella le decía que no quería sal, que lo que pasaba es que no podía comer.  ¡Ah! ¿No puede morder?.  Pues no sabía que la sal era buena para masticar bien.  ¿Y cómo se pone la sal, en las encías?.

Los ojos de la pobre Señora Pura se le colocaron en forma de O mayúscula.  La  anfitriona no pudo evitar una sonrisa imaginando los pensamientos de Doña Perfecta.  Seguro que en aquel momento, la pobre estaría intentando recordar si Consuelo le había hablado de la fuerte sordera de su madre.

-Bueno, bueno, bueno, chilló Cayetana intentando que su tono de voz rompiera los tímpanos de aquella perfectísima.  Me gusta que haya venido a hacerme compañía.  A mí, cuando estoy sola, es que me duelo el corazón, me llora.  Noto una tristeza, un no sé que...  Cuando usted quiera puede venir a merendar conmigo.  Ya verá qué bien nos lo pasamos.  Cayetana hizo saber a Doña Perfecta que sus hijos y sus nietos prefería salir antes de quedarse con ella.  Ya me entiende ¿no?.  Los viejos olemos mal, no nos quieren.

Doña Pura no le dejó acabar la frase.   Con un tono digno de un megáfono la calmó con un Mujer, no diga eso.  Si a usted la quieren mucho...

Un chucho es un can ¿verdad?.  ¡Y dice usted que me compre un chucho?.  No, no, no, por Dios. A mí no me gustan nada los canes.  No me puedo cuidar yo, y voy a cuidar un perro...  Lo que me faltaba.
Aún quedaba un trozo de día cuando la Señora Doña Pura masculló unas palabras y disculpándose, se despidió de ella.  Muá, muá.  Ahora tengo que irme, pero ya vendré otro día.

A su tía no la conozco, no.  Pero tráigala cuando  vuelva por aquí.  ¡Hala, hala, adiós, buenas noches y que Dios nos acompaña!.
La invitada cerró la puerta tras de sí, intentando emitir un fuerte ¡Ya volveré ya!.  Y Cayetana volvió a frotarse las manos.  Los dos únicos dientes que le quedaban asomaron a su boca.

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